El cine se convirtió en un puente: a través de cámaras, micrófonos, dibujos y narraciones, los niños y niñas comenzaron a contar sus propias historias, reflejando sus vivencias, inquietudes, sueños y formas de habitar el espacio.
Por Fabiola Oyarzún Jerez
Uno de los ejes centrales de mi experiencia en los talleres de cine con niños y niñas en Ong Brotar. Desde el inicio, concebimos estos espacios no como instancias verticales de enseñanza, sino como encuentros horizontales, donde tanto nosotros como facilitadores, como ellos como habitantes del territorio, traíamos saberes igualmente valiosos. En ese intercambio, descubrimos que la pedagogía más efectiva nacía del diálogo: ellos compartían su mundo, sus costumbres, juegos, formas de ver y vivir el territorio; nosotros les entregábamos herramientas técnicas del lenguaje audiovisual para que pudieran expresarse con libertad, creatividad y autonomía.
El cine se convirtió en un puente: a través de cámaras, micrófonos, dibujos y narraciones, los niños y niñas comenzaron a contar sus propias historias, reflejando sus vivencias, inquietudes, sueños y formas de habitar el espacio. Para muchos fue su primer acercamiento a este medio, pero lo abordaron con una sensibilidad y claridad admirable. Fue conmovedor observar cómo, a medida que avanzaban los talleres, se apropiaban del lenguaje audiovisual para relatar su visión única del mundo que los rodea.


Los talleres no sólo fueron un espacio técnico, sino también emocional y comunitario. Hubo juegos, conversaciones largas, silencios compartidos, caminatas por el territorio, visitas a las casas de los niños, encuentros con sus familias. Esto nos permitió entender mucho más de lo que puede enseñarse en un aula: aprendimos sobre la historia del lugar, sus conflictos, sus cuidados, su espiritualidad, su forma de ver el tiempo y la naturaleza. En ese sentido, fuimos aprendices tanto como facilitadores. Los talleres de cine Michekewün realizados junto por Ong Brotar, fueron una escuela de vida.
A lo largo de las experiencias, quedó claro que no sólo enseñábamos a hacer cine, sino que también aprendíamos a mirar con otros ojos. La infancia, tan presente y vital en estos encuentros, nos mostró formas más libres y poéticas de narrar. Sus historias no estaban marcadas por estructuras académicas, sino por una espontaneidad y una verdad que solo se aprende escuchando de corazón.


La comunidad, por su parte, fue generosa y abierta, permitiéndonos entrar en su cotidianidad y ofreciéndonos su confianza. Este vínculo fue clave para que los talleres trascendieran lo meramente técnico y se transformaran en procesos afectivos. El cine fue excusa y vehículo para construir una relación más profunda con el lugar, con su gente, con sus historias.
Me llevo no solo aprendizajes técnicos y pedagógicos, sino también una profunda admiración por la sabiduría de los niños y niñas, por su capacidad de crear, de mirar con honestidad y de compartir lo que son. Esta residencia fue un espacio donde no sólo se hizo cine: se sembraron vínculos, se despertaron miradas, se compartieron territorios.
